La
estupidez humana, frente al mal y la guerra

Sobre el crecimiento del gib mundial
(gib:
Gilipollez Interior Bruta)
Lo peor de nuestra época no es que haya más estupidez que en
otros tiempos, que la hay. Lo peor es la atención que se le presta. Su preocupante
capacidad de proliferación en los tiempos de la reproductibilidad internáutica
—parafraseando a Walter Benjamin—.
Lejos de ignorarla, se la potencia. Al hablar de estupidez, podemos ir
incrementando el campo semántico de lo que esto significa, arrancando del
erasmiano concepto de estulticia —mezcla de estupidez y locura— y
recalando en definitiva en la mismísima maldad.
Concedamos también un particular grado de estupidez —¿disfraz?— entre aquellos
autores que, por ejemplo, denuestan la iniquidad
desde ciertos esquemas religiosos, queriéndonos hacer comulgar con la rueda de
molino de que antes de la aparición de Jesucristo no existía la recta ética.
Que la Grecia clásica no dio nada parecido, nos quieren hacer creer; que en
realidad eran unos bárbaros igual que todas las civilizaciones hasta que no
llegó Jesús. De Adán y Eva al niño Jesús todo era barbarie. De estos
proselitistas, los más meritorios o competentes llegan a publicar potentes
ensayos con amplio aparato bibliográfico,
trabajos de ardua investigación; se posicionan en una suerte de punto de
partida aséptico, como si no tuvieran ninguna intención previa, ninguna tesis
que demostrar, como si se tratase de trabajos de investigación cuyas verdades
se abren paso a costa de la demostración fáctica que las fuentes originarias
van proyectando. Es una completa mentira, por supuesto, mixtificación si se
prefiere, pues más bien se trata de ocultar toda la información que contradiga
su tesis y aportar exegéticamente —léase, como papilla digerida—
todo aquello que remache sus creencias previas —lo cual resulta un lamentable dispendio
de esfuerzo, desperdicio de miles de páginas de valiosas fuentes, donde se
pierde la ocasión de hacer brotar la luz de la verdad en pro de la falsa
demostración de una tesis precursora—. Sucede igual con muchos historiadores de
un signo u otro. Es lo más deshonesto que puede producirse en estudiosos de
signo positivista, siquiera en el rubro de la ciencia blanda. Pero ciencia, al
fin y al cabo. Estos apóstoles de la verdad —la revelada— y sus voceros suelen
salvar de la hoguera de la Antigüedad, «salvaje» y carente de toda ética, a
Sócrates como única excepción —no es plausible que un solo individuo posea una
idea de forma completamente aislada dentro de un corpus social; es una
aberración lógica, pues los individuos de una época, insertos en un grupo
social dado, no pueden concebir ex nihilo un input ideológico, sino que
éste tiene que nacer por fuerza dentro de una corriente existente; no hay
generación espontánea de ideas, éstas deben ir desarrollándose en un
determinado caldo de cultivo—. Los más audaces, generosos, saludan también con
cierto entusiasmo y concesiones de moralidad a la figura de Buda Gautama, de
quien además estiman y resaltan su carácter religioso. Sobre Sócrates, resulta claro
que le concedan el beneficio de la bondad precristiana, ya que es imposible
agarrarle en una contradicción ética —acaso falta de decoro u obscenidad, por
aquella anécdota en que se narra cuando Sócrates se masturbaba en el ágora,
alguien se lo reprochaba y él respondía que no iba a perder la oportunidad de
satisfacer una necesidad porque, «ojalá pudiera quitarme el hambre sólo con
rascarme la barriga»—. El pequeño rechoncho de chatas narices era bueno a
rabiar. Por supuesto, muchísimo mejor que Jesucristo. Sócrates no se enfadaba y
maldecía a quienes no lo escuchaban, simplemente les decía buenas tardes y
hasta luego. Sócrates no achicharraba una higuera como dicen que hizo Cristo,
porque se acercó a ella para saciar su hambre tomando unos higos maduros y
resultaba que era invierno y las higueras no dan ni brevas ni higos en
invierno, y por mala chica arbórea, provoca la ira de Jesús, quien decide
socarrarla. Sócrates nunca habría hecho algo así, porque, para empezar, como
buen no-negacionista científico, habría sabido en qué estación se le pueden
pedir frutos a la higuera. En los evangelios apócrifos —así llamados, pero no
menos fidedignos que los canónicos, los cuatro aceptados por la Iglesia— hablan,
por ejemplo, de la infancia de Jesús. Allí descubrimos a una especie de niño
con superpoderes, los cuales utiliza para vengarse de las molestias de otros
niños, dejándolos fritos en el campo, o sea, matándolos, para luego regresar
tan campante a casa a comer con su madre María y con su presunto padre, José.
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Sócrates: ¿el menos tonto y el más bueno de la Historia? Probablemente |
Así pues, lo malo de nuestra época no es tanto la idiotez y el
número creciente de idiotas como el caso que se les presta. El
mayor problema de nuestro tiempo es que se dispensa demasiada atención a los idiotas,
quienes encuentran en las llamadas redes, muy particularmente en YouTube, un
tremendo altavoz para multiplicar su mensaje de estupidez. Hay terraplanistas,
fanáticos religiosos, vendedores de éxito y felicidad, propagadores del mensaje
de que sólo el dinero y el éxito son los objetivos que hay que perseguir,
fanáticos que aseguran haber descubierto científicamente la vida del más allá,
creacionistas, negadores de la ciencia, creyentes en el «gran reemplazo»,
revisionistas de la Historia en sus pocos hechos palmarios, etc. etc. En
justicia, debemos reconocer que YouTube, como otras plataformas de las llamadas
redes sociales, también han permitido la afloración de autores, creadores y
creadoras de contenido de notable consideración, entrevistas, conferencias y
demás piezas de estimable valor intelectual e incluso ético, contenidos
enriquecedores, los cuales salen a la luz, se hacen públicos y reciben miles,
cientos de miles de visualizaciones, cuando, antes de la existencia de Internet
y su progresivo desarrollo habrían quedado completamente silenciados. Fuera del
objetivo de medios tradicionales, ya públicos, ya privados. Los medios de
comunicación «clásicos» se deben a multitud de factores cegadores del auténtico
valor, condicionados por quienes los auspician económicamente, por la búsqueda
de popularidad e índices de audiencia, por los sesgos políticos de turno, etc.
En el caso de personas con mayor o menor poder político y
económico, de quienes trataremos a continuación, proliferan también los
manoseados populismos, las facciones extremas, sobre todo de derechas, más o
menos próximos a las viejas posturas fascistas, pero en realidad —aunque así se
les llame muchas veces—, alejados de este posicionamiento, en tanto que
revestidos de una particular moralidad y religiosidad —recordemos que el
fascismo, como el comunismo, se levantan sobre los cimientos de un mecanicismo
fundamentalmente materialista y ateo, aunque no todos—. Una ola de moralismo
inquisitorial recorre el mundo y une bajo un nuevo-viejo paradigma ético a un
sinfín de líderes y millones de acólitos fuera ya del caduco espectro
izquierda-derecha. El revisionismo y la aversión a la ética relativista del
posmodernismo nos está trayendo una corriente más moral que política —pero
transmitida mediante ésta—, o mejor, diríamos, avasalla el planeta una
corriente política cargada de un determinado eje axiológico, una política
moralista capaz de unir al líder (tontiloco Trump) de los Estados Unidos y al
de Rusia (protervo Putin), y a éstos con la ultraderecha argentina —turbo y
anarcoliberalismo—, la italiana, francesa o española, austriaca y alemana —Achtung!!—,
etc.
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¿Cuál será su proporción de ignorancia, idiocia y maldad? Me temo que anda bien provisto de todo ello |
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¿Y este bicho? |
Crece el número de idiotas, ¡atención!, en un rubro
peligroso. Una idiotez que va abriéndose paso cada vez más y que tiene que ver
con la maldad en su mayor y peor expresión. Protervia. El caldo de cultivo
viene alimentándose desde hace un tiempo. El tiempo no es una medida estable.
Se estira y se encoge como se supone que lo hace el Universo. A vista del ser
humano, ese ritmo cósmico parece lento, casi detenido y, sin embargo —nos dicen
los astrónomos, astrofísicos y demás científicos acreditados al respecto—, su
velocidad es la de la luz.
Tenemos la impresión de que el tiempo propio e histórico se está acelerando
locamente. En lo que pestañeamos, de repente, igual que nos brotan las canas,
arrugas y dolores crónicos, brota una autocracia, accede al poder de una nación
un chiflado, los presidentes o primeros ministros se convierten en muñecas manejadas
por hilos, el terreno queda expedito para idiotas-perversos de mayor escala e
inmediatamente después, el número de seguidores idiotas explota como una manada
de gremlins en una piscina olímpica, se multiplican, parece, en progresión
geométrica. Detrás, eso sí nunca hay que olvidarlo, existen cabezas pensantes,
filósofos e ideólogos, algunos, de una inteligencia proverbial. Probablemente
el ejemplo más conspicuo se plasma en Alexander Duguin, desarrollador de la teoría
de la multipolaridad o de la corriente neoeurasianista,
ultranacionalista de ideas imperialistas, creador del partido del Partido
Nacional Bolchevique —del que se sigue la existencia de un nacionalbolchevismo,
de perfecta equivalencia al nacionalsocialismo hitleriano— junto
con Eduard Limónov.
Alexander Duguin, gran arquitecto de las ideas geopolíticas, morales,
históricas e ideológicas que guían las acciones de Putin, ejerce como su más
influyente consejero, sentado a la derecha del autarca. «El cerebro de Putin»,
«Rasputín» del autarca, ha sido denominado en ocasiones. Muy visible hasta hace
poco, activo conferenciante, parece habérselo tragado la tierra desde hace un
tiempo, cuando un atentado dirigido a él terminó lamentablemente con la vida de
su joven hija Daria (29 años), cuyo Toyota Land Cruiser, utilizado normalmente
por su padre, voló por los aires tras la explosión de una bomba (20 de agosto
de 2022), en los alrededores de Moscú. Daria tenía también una gran actividad
política e intelectual, seguidora de su padre. |
Aleksandr Dugin, «el Rasputín» de la Federación Rusa, sobre quien hay un artículo en Diarius Interruptus: https://diariusinterruptus.blogspot.com/search/label/Aleksandr%20Dugin |
Quienes manipulan lograrán que el ejército innúmero de
seguidores recurran a la artimaña de dar la vuelta a la idiotez y a la
inteligencia, tratar como blandos e idiotas precisamente a quienes tienen
juicio propio, por ejemplo, colgando etiquetas vituperantes —presuntamente
«fina ironía», cuando en verdad, grosería dialéctica frente a la «falta de
argumentos»—, insultos tales como alelados, creyentes en el maravilloso mundo de Alicia (secta de Gustavo
bueno dixit), comeflores, buenistas (de buenismo, acuñado o
siquiera hipertrofiado en época de Zapatero); quieren hacer pasar por bobo al
pacifista, cuando ya lo dijo el cómico: inteligencia militar es una
contradicción y, en fin, Bernard Shaw o Einstein no parecen especialmente
pendejos, entre otros miles de clarividentes defensores de la paz.
Los predicadores de la guerra empiezan a proliferar. Nos
anestesian no tan poco a poco la sensibilidad, van acostumbrándonos. Un cierto
belicismo se está contagiando como una plaga; incluso los ayer pacifistas, aquellos
que en la España del 82 votaron no a
la entrada en la otan, hoy
justifican el rearme nacional y europeo. Se basan en la necesidad de defenderse
contra Putin. Únicamente disuasión, pretextan. El taimado exkgb es uno de los mayores estúpidos-malvados,
y su acción está provocando la reacción necesaria: una multiplicación de
estúpidos que aprovechan la ocasión para posicionarse precavidamente detrás de
él, contra él, pero a la zaga, perseguirlo. Ha resurgido con Vladímir
Vladímirovich Putin, de la tétrica caverna de la primera mitad del siglo XX, un
tipo de sátrapa nacional(ista) que creíamos extinguido desde el fin de la
Segunda Guerra Mundial, con un pensamiento político retrógrado, para quien la
guerra es un (pen)último instrumento de hacer política. La Duma vintage, en un
tercer milenio que el mundo de los utópicos —lo cual incluye el noventa por
ciento de los parlamentarios de la Unión Europea—, así como el inútil que esto
escribe, pensaba la nueva Era de Acuario, decide invadir un país vecino, Ucrania
—en su lógica putinesca, una nación sin derecho a serlo, que debería formar
parte todavía del resto de la gran Rusia—. Su ser manifiesto provoca la
intervención del resto de potencias. Y un nuevo giro de guión totalmente
imprevisto, la desafección de los Estados Unidos como padre protector del
Occidente, despierta los demonios de Europa. Es el gran momento de la estupidez
y la proliferación de sus hijos: hay que armarse hasta los dientes.
Comienzan los debates de la persuasión. En la dialéctica de
la estulticia y la maldad, frente a quienes se muestren pacifistas y frente al
conjunto de una sociedad que se había tomado en serio el bienestar de la paz y
de la democracia, se esgrime entonces un latinajo y tal cosa resulta como un
ensalmo mágico para la consagración de realidades —¡ojo con el periodismo, su
capacidad de propagación y las profecías autorrealizadas!, hemos visto ascender
a partidos políticos a costa de apariciones televisivas—: «si vis pacem,
para bellum», esgrimen el coronel retirado o el general, invitados
omnipresentes en las tertulias de los medios, entrevistados en la televisión
pública. Si la máxima funcionaba en la Roma imperial, como demuestra su
enunciación latina, si los romanos, que tanto sabían de guerra y estrategia, lo
creían así, ¿cómo va a fallar el argumento? En otra entrevista televisiva, el
ministro lo repite, el ensalmo mágico justificativo: «si vis pacem, para
bellum». «Si vis pacem, para bellum», tamborilean como monos de
repetición los periodistas, contertulios y contertulias, el argumento
definitivo, verdad en la lengua del Vaticano. Cualquier invitado en televisión
a quien se entreviste a título de experto en la materia volverá al marchamo
pletórico de sabiduría: «si
vis pacem, para bellum». Si existe un latinismo para expresar algo,
entonces ese algo quedará revestido de aserto sacrosanto, de verdad adscrita a
la falacia de autoridad. Y sabemos que no es así, que preparar la guerra no
asegura la paz de ningún modo, igual que sabemos, pese a los simpáticos
latinajos apócrifos, que el semen retenido no es veneno (semen retentum
venenum est) o que en el vino no está toda la verdad (in vino veritas)
—dependerá del vino—. Tertulianos de toda laya esgrimen el latinismo del para
bellum con petulante rotundidad y así, se colman de razón. Incluso en las
charlas de sobremesa de los hogares ha penetrado el latinajo. Hasta un corrillo
de amigos o simplemente vecinos en la barra del bar, en el aperitivo del
domingo: si vis pacem, para bellum. Detrás de la frase, ya todo el mundo
lo sabe, Europa —léase Unión Europea, esa idealidad siempre a punto de
florecer y a punto siempre de marchitarse— debe crear su propia otan, desvirgar los obsoletos presupuestos de
Alicia en el País de las Maravillas
y aumentar el gasto en Defensa. Qué coño, seamos realistas, maduremos. Resulta
indispensable, vital y hasta saludable, como una sal de frutas para aplacar nuestras
agruras del almuerzo ucraniano, la cenorra rusa y el postre intempestivo de un
Loco en la Casa Blanca. De la frase popularmente extendida en versión corta, si
vis pacem, para bellum, se nos
arroja un imperativo: ‘prepara la guerra si quieres la paz’. Con
dos pelotas.
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Tertulianos con trompa, parche y báculo. Foto: Wikipedia |
Quien lea este artículo tendrá la tentación de adscribir al
autor a alguno de los ejes laterales de esa hemiplejía moral orteguiana y nada
podría ser menos acertado. Bertrand Russell se mostró claramente renuente a
entrar en guerra con Alemania en lo que supuso la Primera Guerra Mundial;
sumariamente, aducía al antañón refrán, seguramente existente en la mayor parte
de las lenguas del mundo: «cuando uno no quiere, dos no riñen». Dejar pasar al enemigo
con pragmática cordialidad habría supuesto, según el matemático y filósofo
británico —internacionalista—, un encuentro con su propia irrealidad; un pasmo
de inacción frente a lo irrealizable. Sin embargo, su pacifismo sin fisuras
desbordaría el ángulo de reposo cuando Hitler, seis años después de haber
accedido a la cancillería alemana (enero de 1933), comenzó su escalada de
vesania, invadió Polonia (1 de septiembre de 1939) y puso a Europa entre la
espada y la pared, cuando hubo emprendido el genocidio calculado, la puesta en
marcha de las desquiciadas ideas de su manual, Mi lucha (Mein Kampf), entre la oligofrenia y la perversidad.
Bertrand Russell manifestó que no había otro remedio que defenderse con las
armas frente a semejante monstruo.
¿Podría suceder esto con Putin? En un encuentro China-India-Rusia
en el que Putin buscaba algún tipo de alianza prebélica, el primer ministro
indio Narendra Modi lo frenó lapidariamente: «no es momento para la guerra», le
dijo —en lo que parecía una referencia sumaria al signo de los tiempos, una significación
epocal—. Y en
efecto, las mentalidades, el paradigma geopolítico, el caldo de cultivo
ideológico, la «sopa primordial» de nuestro presente no permite hacer un
paralelismo con el momento en que se produjeron las dos guerras mundiales; al
menos, si el mundo no pierde la cabeza y empieza a desoír cuanto antes los
cantos de oscuras sirenas; si se corta cuanto antes ese incremento del gib mundial —recordemos: (Gilipollez Interior Bruta),
sin relación ni directa ni inversamente proporcional al pib— ; si se logra vencer el avance de la estulticia y retornamos
a la lógica del pensamiento débil
y la inteligencia, sobre todo, «inteligencia ética». Lo escribo y lo noto
improbable. Si la Agenda 2020-2030 despierta sospechas y es millonariamente
repudiada; si se teme paranoicamente al acceso a un Nuevo Orden Mundial, lo que
implicaría necesariamente la existencia de un Viejo Orden Mundial y se
establece así la preferencia de su preservación, a pesar de haber demostrado
siglos y milenios históricos de penurias; si el empecinamiento por la parálisis
—histórica y ética—, la terca preferencia del «más vale malo conocido», si el
temor al cambio, por acuciante que éste sea, resulta tan tremendamente popular,
entonces, ¿cómo creer en la consciente unidad humana para un regreso a los
«valores» de la posmodernidad o, mejor aún, para el acceso necesario a una
«ultramodernidad» finalmente redentora —utopía—?
Volvemos a la pregunta inicial del párrafo anterior: ¿Podría
suceder esto con Putin u otro que venga?; el peor de los pronósticos, su
profundización, la contumacia terminal, un mayor e irrefrenable grado de
ambiciones imperialistas, su conversión definitiva en un nuevo —improbable—
Hitler, pasando por encima de un paradigma histórico, en principio, no
propiciatorio, tal y como apuntan las palabras de Narendra Modi. No lo sabemos,
y tenemos que dejar un resquicio de duda a todo el pacifismo subyacente de este
artículo, porque hay ocasiones en las que la realidad nos obliga a
posicionarnos dicotómicamente, contra nuestros principios teóricos —pensamiento
filosófico que implique un mayor o menor grado de utopía frente al discurso de
la realpolitik—, en el lado «correcto» de la Historia; cuando, del otro
lado, el demonio se manifiesta irrefrenable. Lo que creo es que no ha llegado
ese momento. Para que las democracias liberales y lo que llamamos Occidente
hagan frente unitariamente, como hasta ahora, a los probables, y sólo
probables, demonios, tenemos aún un margen para la paciencia. Trump —léase,
pérdida de alianza con los Estados Unidos, la desafección del gran escudo
americano y la desarticulación incluso de la OTAN—, en principio, tiene cuatro
años como fecha de caducidad, en el peor de los casos. Excepto que monstruito
naranja tome una deriva autoritaria, se perpetúe, que se bolivarice y se
convierta directamente en uno de esos dictadores 2.0 a quienes ahora
denominamos autócratas, opción demasiado distópica por el momento. Todo
puede suceder. La puesta en marcha de políticas de rearme, inversiones
gigantescas en armamento e inteligencia militar—signado todo ello de una
urgencia feroz—, que Europa se meta en el gimnasio en régimen intensivo para
una sobremusculación bélica, llevar a cabo hasta sus últimas consecuencias la
locura preventiva del para bellum so pretexto de una hiperbólica defensa
de la paz, hasta el sumo grado de poder hacer frente a la supuesta fuerza
militar de los potenciales enemigos —toda una quimera más hipotética que
mensurable—, será algo muy difícil de frenar —¿conllevará el trastorno de la
Europa social, un cambio de paradigma en el juego de la libertad, la cultura,
el cuidado de la ciudadanía, tal vez la deturpación de la democracia misma?—.
Ni siquiera sabemos exactamente cuáles son los demonios que nos están invitando
al baile.
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Putin, Narendra Modi y Xi Jinping, entre quienes no es difícil ordenar el título de la obra maestra El Bueno, el Feo y el Malo (matiz: el feo no es nada tonto) |
Mi creencia es que
todo aquello que el ser humano fabrica, tarde o temprano tiende a ser
utilizado. La Caja de Pandora siempre se abre en algún momento. Es como una
maldición evolutiva. Si algo se desarrolla, la especie es incapaz de deshacerse
del producto, por peligroso que sea potencialmente (fármacos, armas, máquinas
imperfectas, virus de laboratorio, sustancias letales, energías apocalípticas…).
Así que nada,
frente a la estulticia más perniciosa, hagamos lo posible por no caer en la
trampa. Lo guerrero, mejor no menearlo. Se liberarán los demonios si seguimos
frotando y frotando la lámpara maravillosa, despertando al genio.
Sursum corda!, ‘¡levantemos los corazones!’, éste
debería ser el rotundo latinajo con el cual quedarnos, con este latinajo
litúrgico, y no con otros de funestos augurios.
Y con este otro: vale.
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La mejor traducción del título de Erasmo creo que debería decir «estulticia» —normalmente aparece «locura»—, porque es mezcla de estupidez y locura. Originalmente Moriae Encomium, sive Stultitiae Laus
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El gran Erasmo de Rotterdam, quien influyó prominentemente en buena parte de los autores hispanos del Siglo de Oro, «y quien dijera lo contrario, miente» —parafraseando al seguramente «contaminado» de erasmismo Miguel de Cervantes—
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Hernán Valladares
Álvarez, 5 de abril de 2025